Los sueños, ese lugar en el que somos

A los sueños se les desprecia como basurilla mental informe, que se desprende de las masas encefálicamente mal usadas, o usadas a destiempo cuando creemos estar despiertos y, en cambio, sólo aparentamos cierta formalidad para seguir la senda marcada por el último tópico aprendido por ahí…

Es una pena. No se deben despreciar los sueños y su elocuente mensaje encriptado. Para empezar, quien los recuerda, ya tiene una materia gratuita de pensamientos, imágenes, relatos más o menos hilados dentro de una cabeza que sigue trabajando sola, a pesar de su dormición o su atolondramiento cotidiano, como si algo en el humano ser se revelara contra la impúdica forma en que nos desconectamos del mundo y de los problemas ajenos.

En sí mismo, esto ya sería motivo de asombro; no sólo el hecho de caer rendido por unas horas, sino el hecho de que alguien se preocupe por la vida de los demás, si les falta algo, si necesitan un café por la mañana, si necesitan, en definitiva, una palabra de amor…pero volvamos al milagro de los sueños, que el día ya es bastante duro…

Qué gran misterio es el de tumbarse, el de caer rendido –rendir armas-, quedarse tieso por unas horas. Qué gran misterio el de dejarse varado por unas horas en una gran laguna de  silenciosa paz, mecido por las levísimas caricias del agua en la barca que lo lleva al lugar de los dulces sueños.

Ahí queda alguien aparentemente dormido. Ahí queda alguien tendido, por fin, después del trasiego, del enfado, del trabajo, del aburrimiento, de la atonía sabatina, dominical o del pan amargo de cada noche. Ahí queda, paralizado, después de las palabras, los silencios, los súbito arranques de ternura o la destemplanza en el  trato entre iguales como quien aferra un pasamanos de cuerpos para ascender la fría escalera social.

Ahí se quedan paralizados los proyectos, las obligaciones, los actos que lo han distraído de sí mismo, o lo han tenido concentrado en diálogos con colegas, empleados y jefes para la construcción de cualquier cosa pública o privada.

Ahí, en la noche, se abandona, por fin, como un niño en los brazos de su madre, mientras ella susurra alguna tonada parecida a los susurros del viento que mueven los juncos de la otra orilla oscura de la que sólo se atisban líneas plateadas, dibujadas por la luna.

Ay. El sueño es una gracia de la naturaleza. Seguramente tiene su explicación biológica cuando, llegada la hora, la cabeza deja sueltos los engranajes necesarios que provocan el decaimiento progresivo de los párpados y los ojos dejan su perpetuo mirar a todas partes, como si ellos dijeran: “Bueno, ya es bastante por hoy; vamos a descansar” y se rinden, y se dejan llevar por los fluidos mezclados con lo que sea que yo carezco, como insomne crónico y como amante de la noche que soy.

En fin, el sueño y los sueños: esas luces lejanas en un largo pasillo en penumbra; detalles sombreados, cenefas perfiladas por un pintor o por un relator desconocido de historias que empiezan y terminan, o que el despertador corta súbitamente con el filo de su odiosa melodía, con su llamada a filas, con el uniforme  impoluto, preparado para presentar armas cada mañana en su destino.

Por eso, en cierto sentido, cuando duerme –y sin saberlo- es usted mismo por unas horas. Liberado de todo encorsetamiento, de todo causal bien hacer de aparente rectitud, suelta las riendas y deja a su potro pasear por un prado de fantasías invisibles a la atención diurna y a ojos acostumbrados a salirse siempre con la suya.

Los sueños son el revés de todo, el cuarto cerrado, el desván al que no sube, en el que miles de ojos lo observan y cuidan mientras usted yace desarmado. Ellos son los guardianes de almenas que brotan sólo en su inconsciencia y lo defienden del ataque de la nada, pues de ella nace el horror y el espanto. Son balizas intermitentes que impiden que su cuerpo quede encerrado en la línea inexistente entre el mar y la noche. Son relatos exclusivamente dirigidos al dormido o al muerto, ya que el despierto suele ir con los brazos del sentido a la defensiva, como si estuviera en guerra con la belleza inefable de la existencia y tuviera que vencer por convicción o por orgullo.

Los sueños son fogonazos censurados por la luz del día, por la limitada concepción de lo real, por la exacerbación racional de las medidas. Por eso, más allá de lo que creemos tocar, amansar y encerrar en nuestro afecto, los sueños nos dicen que no poseemos nada; ni tan siquiera la voluntad para exterminarlos, a no ser con torturas atroces o con monstruos abisales de amor posesivo que emergen, muerden y se van.

Fíjese sin son importantes los sueños que al hombre más ridículo del mundo, un relato de Dostoievsky, el protagonista, tras un larguísimo sueño en el que se unen la realidad de una niña,  la realidad de una estrella y mundos desconocidos, siderales, donde habita gente con una extraña alegría, una vez despierto, abandona la idea que llevaba barruntando cierto tiempo con un revólver cargado sobre su escritorio.

Así que los sueños, “sueños son”, en definitiva.  Pero son trazas, deslumbres de una mente humana, hambrienta, sedienta, anhelante de la libertad que sólo otorga el abandono a un amor que lo cuida durante el tiempo en que vuelve a ser hijo en los brazos de un padre que hace guardia por usted.

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