Hoy quería hablarles de otra andaluza universal, nuestra María Zambrano, quien asegura que desde que Platón despreciase su don poético –no sabemos si por influjo socrático o por susto al salir de su caverna de ideales- separó Poesía de Razón, desatando un desbarajuste en el conocimiento humano tal que desembocó en la soberbia hegeliana que todos sufrimos cuando creemos tener en nuestra cabeza la irónica tentación de saberlo todo. De hecho, nuestra Zambrano explica como nadie en sus conferencias del exilio, el desastre que supone tal escisión entre la vida real y la Poesía como si cantara verdiales abandolaos de la sierra de Málaga, porque en ella nunca hubo esa terrible ceguera de reducir toda la belleza de la vida a sistemas contradictorios en aras de una síntesis racionalista que explique todos los misterios.
Pero, ay; hace un día tan bonito, tan de primavera de Granada, desde el enrejado de la casa de Luis Rosales en la calle Angulo, de donde se llevaron a Lorca para matarlo, con un sol que atraviesa las hojas de los árboles y se despliega en miles de resplandores verdes por las calles, por las callejas, por los perfiles de las personas, de los objetos y de las mesas y sillas, que les aconsejo a toda prisa leer a María Zambrano, a Luis Rosales y a Federico García Lorca, andaluces todos del universo literario para hacer un llamado urgente al agradecimiento; al suyo, al mío por el mero hecho de vivir este instante único, conscientemente único, antes que cualquier tontería nos haga olvidar la gloria de existir y que la atonía nos venza, como tantas veces lo hace sin saber por qué y sin llamar a la puerta.
Porque bien pensado, pesando estos instantes en la memoria, a la hora de la verdad dispersa en miles de tentadoras contradicciones, las personas no podemos hacer otra cosa, en la mayoría de los casos que mirar; y mirar agradecidos de que el misterio “absconditus” no pueda ser reducido a un esquema filosóficohegeliano y que el Misterio, gran Misterio, sea luminoso, como apunta Rosales: grandísimo poeta que no trató de encerrarnos en el concepto, sino de invitarnos a entrar con gozo en aquellos detalles que se nos escapan todos los días.
Tan extraordinaria es la vida, tan grande, tan llena de maravillas que esta se rebela a ser encauzada por la soberbia –en palabras de la Zambrano– de un Hegel que sin duda no tuvo un amigo que le dijera: “Hegel, hijo, deja ya eso de exprimir y exprimir las ideas y vente a una cueva del Sacromonte y luego vemos amanecer en el valle, cuando la Alhambra echa arder y parece un barco de Turner, a punto de partir por la Vega hacia la costa de Graná”. Y luego me ha dado por pensar que si el filósofo sintético hubiera sido más aficionado al Flamenco, quizá hubiera hecho como el pintor Apperley, que al llegar a Valparaíso pensó “de aquí no me mueven” y aquí se quedó pintando gitanas bailaoras, juergas de arte jondo y zambras; seguramente con la desaprobación de su madre que le diría que eso no era forma de proceder para un atildado burgués británico, pero ¡qué coño!: el pintor se dedicó a disfrutar de la vida sin hacer daño a nadie, dejó una obra pictórica que ahí queda para el recuerdo de quien guste conocer las esquinas de la Historia de España más olvidadas y jamás tuvo la soberbia hegeliana de querer llevar razón en todo. Soberbia que, en el fondo, nos tiene a todos enfrentados en diatribas dialécticas, carentes de la ternura poética de quedarse mirando a la rosa, a la mujer, a los niños o las gentes sin tener que etiquetarlas de nada más que de regalos misteriosos como la vida misma.
Créanme cuando les digo que no he conocido filósofo feliz que no esté encerrado en sus propios pensamientos, con su yo enfrentado a su corazón y sin más conclusión que el vitalismo capaz de destruir a medio mundo por una conclusión ideológica, o al revés; como aquellos que al encerrar en sí mismos toda la verdad, se terminan aburriendo como piedras de tanto escucharse a sí mismos y les da un arrebato budista o estoico, que viene a ser el mismo encierro de la felicidad, intentando cercenar al corazón.
Hagan lo que crean conveniente. Háganse pintores, bandoleros, bailaoras de zambra o lo que quieran. Pero no pierdan el tiempo en amargar a los demás con sus geniales reducciones de la realidad a sistemas filosóficos malditos que nos arruinan la vida en común. Bailen, pinten, jueguen, amen con la certeza de que no hay que saberlo todo ni hay que excitarse demasiado porque su vecino no le da la razón en sus monólogos de bar. O háganse bufones como yo, que jamás les permitiría que pensaran como yo pienso. O sigan a Morante que parece haber remontado de nuevo la depresión y, pinturero, está encarnando en sí mismo carteles de gloria taurina en el albero de Jerez, que estos ojitos lo vieron.