En un rincón del sureste mauritano, justo donde el desierto empieza a volverse infinito, se alza Oualata como un espejismo que se niega a desaparecer. Ciudad de adobe, de manuscritos polvorientos y de muros que aún guardan secretos del medievo, este antiguo enclave caravanero parece más un sueño que un destino turístico. Pero es real, y sigue vivo, aunque con una fragilidad que conmueve. Visitar Oualata no es solo viajar en el espacio, es viajar en el tiempo —y quizá también en la conciencia.
Una historia escrita en arena
Oualata, también conocida como Walata, fue en la Edad Media uno de los faros culturales del África occidental. En los siglos XI y XII ya era parada obligada en las rutas del oro, la sal y los libros. Formó parte de los grandes imperios africanos —Ghana, Mali, Songhai— y fue célebre por su escuela coránica y por la producción de manuscritos que todavía hoy se conservan en bibliotecas familiares.
Esos textos, delicadamente manuscritos en árabe clásico o en ajami, tratan de religión, astronomía, medicina, derecho islámico y hasta poesía erótica. En sus páginas se respira el aliento de una civilización que hizo del saber su brújula. Aún quedan cientos, quizá miles de estos documentos, algunos restaurados, otros en cajas humildes esperando que alguien los salve del polvo.
Arquitectura que canta con barro
Oualata no solo se lee, también se mira. Y lo que uno encuentra al llegar es un festival de arcilla. Las casas, construidas en adobe rojizo, están adornadas con motivos geométricos blancos, ocres y marrones que parecen salidos de una danza tribal detenida en las paredes. No hay dos iguales. Algunas decoraciones celebran bodas, otras protegen contra el mal de ojo o simplemente embellecen la vida cotidiana.
Esta arquitectura tradicional, nacida de la tierra y moldeada con las manos, no responde a modas sino a necesidades: frescor en el calor extremo, privacidad en la comunidad y belleza en la austeridad. Pero también aquí acechan las amenazas: la erosión, las lluvias, las termitas, el abandono y la falta de recursos técnicos han hecho de cada casa una pequeña batalla contra el tiempo.
Patrimonio al borde del abismo
Desde hace años, Oualata figura en la lista indicativa del Patrimonio Mundial de la UNESCO, pero la protección efectiva es casi simbólica. Algunas ONG y organismos culturales han contribuido a digitalizar manuscritos y a formar jóvenes en técnicas de restauración, pero los desafíos son tan grandes como el desierto que la rodea. Cada visitante que llega, cada viajero que pregunta, se convierte en un aliado —aunque sea breve— de esta causa silenciosa: la de salvar un mundo que aún respira con dificultad.
Cómo llegar a Oualata
Hay que ganársela. Desde Nuakchot, la capital, el primer paso es volar hasta Néma, a unos 1.100 kilómetros, con Mauritania Airlines. Y desde allí, empieza la aventura terrestre: 90 kilómetros de pista que se recorren en 4×4, atravesando un paisaje lunar, con viento de arena y cielos inmensos. El trayecto puede durar entre tres y cinco horas, dependiendo del estado del terreno y del humor del clima.
Dormir, comer y vivir como se pueda
Oualata no tiene hoteles al uso, pero sí tiene hospitalidad. Algunas casas de huéspedes ofrecen alojamiento básico pero cálido, siempre con comida local preparada con mimo: arroz, cuscús, thiéboudienne, pan de arena… Eso sí, conviene avisar con antelación y pactar precios. Aquí no hay menú, pero hay generosidad. Y aunque no hay restaurantes, el viajero rara vez pasa hambre: basta con dejarse llevar por el ritmo de la comunidad y respetar sus tiempos y costumbres.
Qué llevar (además de paciencia)
Oualata no es un destino para improvisados. Hay que llevar el pasaporte en regla, el visado mauritano, y una buena dosis de sentido práctico. La ropa debe ser ligera pero que cubra bien el cuerpo, por el sol y por respeto. Gafas, sombrero, crema solar y calzado resistente son imprescindibles. No sobra una linterna (la electricidad es intermitente) ni una manta para las noches frías del desierto. Y si uno es amante del café o de las galletas, mejor llevarlos consigo: el lujo aquí se mide en pequeños detalles.
Viajar sin wifi y con los ojos abiertos
Viajar a Oualata es desconectar en todos los sentidos. No hay cobertura constante, ni wifi, ni comodidades occidentales. El agua es escasa, la electricidad limitada y la burocracia puede ser caprichosa. Pero si uno contrata un guía local desde Néma, habla algo de francés y tiene espíritu abierto, la experiencia es única. Lo ideal es ir entre octubre y febrero, cuando el calor es soportable y el cielo parece aún más vasto. Y no, no hay Google Maps que valga: aquí se viaja preguntando, intuyendo, aprendiendo.
El eco de un mundo perdido
Oualata es un susurro que viene del pasado. Cada esquina, cada muro pintado, cada pergamino es una página de una historia que se resiste a desaparecer. No es un destino fácil, ni cómodo. Pero es inolvidable. Y quien lo pisa se convierte, sin saberlo, en parte de ese relato. Porque hay lugares que no se visitan: se recuerdan para siempre.