En un lugar de Las Palmas, conversamos con Paula. Tiene 30 años. Es madre, ha sido prostituta, es empresaria. Nos recibe en su casa, convaleciente de las secuelas que le dejó una detención de madrugada, que vivió como un asalto a las seis de la mañana, en virtud de una orden judicial que fue consecuencia de un sumario disparatado que se desmoronó como un castillo de naipes. El suceso da la medida de la fragilidad de una actividad que es legal, porque no está prohibida, pero al no estar regulada se encuentra al albur de cualquier sospecha o denuncia. También de las denuncias falsas. Porque, como dice Paula, la Guardia Civil «solo quiere escuchar la versión de que estamos atadas y esclavizadas, y no reconocen otra realidad». Paula denuncia que un agente de la Guardia Civil le dijo que a pesar de que el juez había borrado todos los cargos contra ella la seguía viendo como culpable.
«¿Tienes alergia a los gatos?» Me pregunta Paula. Su pareja, un joven de aspecto cuidado, saluda discreto, antes de desaparecer con un hasta luego. El gato no tarda en asomar para explorar al nuevo, y busca jugar con los cables de los micrófonos. Ataca con los dientes la culebra negra que conecta el audio de la grabadora, y en ese momento Paula pierde la paciencia, le golpea con dos dedos en el cogote y lo encierra en la cocina. Viste un pantalón corto elástico y una camiseta, y se sienta a lo Buda en un rincón del sofá, armada con un cenicero y un cargamento de tabaco.
«Yo empecé en esto una noche que un hombre me dijo si me quería ir con él después de mi trabajo de gogó» Se fue, con temores. Y salió de aquella noche tranquila, con tanto dinero como el ganaba en dos meses bailando, «moviendo el culo». La trató, dice, mejor que la mayor parte de los hombres con los que había tenido relaciones. Así que no tardó en dejar las contorsiones para dedicarse a la prostitución. Paula no usa el eufemismo del trabajo sexual. Pasó unos meses de aquí para allá. El primer mes la explotaba una mujer que hacía de agente. No tardó en darse cuenta de que se llevaba el dinero que ella ganaba, sin mucho esfuerzo. Luego pasó un tiempo en Suiza. Y cuenta que si un cliente se quería ir sin pagar, llegaba la policía suiza, y llevaban al golfo al cajero para que sacara dinero suficiente para abonar los servicios.
Paula regresó a España con idea de montar un servicio similar al que había encontrado en Suiza. Se enamoró, se quedó embarazada, tuvo a su hija, y se hizo empresaria, convencida de que su papel era el de ponerse al servicio de las chicas que hacían el trabajo que ella ya había dejado. Todo fue bien hasta que una noche llegó la Guardia Civil. Y comenzó la pesadilla, las noches de insomnio, mientras el sumario, basado en esas versiones que la policía compra con facilidad, se fue cayendo como un castillo de naipes. Allí no había delito alguno.
En su testimonio, salva de esa actitud inquisidora a la UCRIF, unidad policial que, dice, conoce muy bien la realidad de la prostitución. Paula tiene también entre sus medallas, como otros empresarios, la denuncia que permitió detectar el caso de una menor. Tiene claro que lo justo es reconocer derechos a las mujeres que se dedican libremente a la prostitución. Para las vulnerables, ayudas sociales. Ella misma entrega a toda trabajadora un documento con información y teléfonos de ayuda, para aquellas que sienten que están abocadas a un trabajo que no quieren hacer.