Somos decepcionantes, sin excepción.

Qué extraño es el ser humano. No sabe cómo, pero lleva dentro una espera. Además, está hecho a hacer promesas, a que se las hagan y, por supuesto, a que se cumplan como corresponde a su expectativa. Si mira en sus adentros, querido lector, asentirá ante la evidencia de esa extraña facultad.

Ser, existir, es prometer y esperar: promesa y espera entrelazadas como los dedos de los amantes que respiran a través de las palmas de las manos. Promesa y esperanza que vibran en nosotros sin saber por qué, pero ahí está, queramos o no reconocerlo. No importa la condición, la edad, el sexo, la raza o la altura. Esa espera y esa promesa son inextirpables de nuestro corazón.

Desde otro punto de vista, alguien espera algo de nosotros, sea lo que sea que hayamos prometido; es decir, quieren de nosotros una correspondencia; una prenda como las de antaño, a modo de prueba contra el olvido. Al embrutecido y práctico hombre de hoy puede parecerle todo esto una cursilería más propia de otras épocas pero antes, sin los avances que hoy disfrutamos, la ofrenda de un pañuelo, de un bucle de pelo, de una trenza, era asegurar la cercanía del otro en una distancia, en un tiempo que, quizá, durara demasiado o, en el peor de los casos, fuera para siempre; de ahí que la prenda, se convirtiera en un objeto sagrado que se llevaba de estandarte, o lo más cerca posible del pecho.

Hoy todo eso se ha perdido. Ya no hay cartas, ni cabellos encerrados en joyas para la posteridad, ni pañuelos con la fragancia de una inolvidable damisela. Ya no hay nada que no pueda alejarnos del otro tanto como para entregarle un trozo de uno mismo, a falta de una entrega total. Ya no sufrimos la lejanía que una navegación o un largo viaje podían hacer mella en el recuerdo de quién esperaba a alguien que ya había muerto en algún recóndito risco, o había caído con el primer espadazo en la primera batalla de una guerra, y ya no se supo más de él, hasta que lo desenterró un arqueólogo en prácticas.

En cualquier caso, no lo digo con nostalgia. Porque los tiempos, las formas y las distancias pueden haber difuminado la lejanía, pero el corazón humano, no. Él sigue bombeando a lo suyo, a fuerza de espera y de promesa. Porque vive de ello. Y si no, miren qué cante, qué tres líneas de sentenciosa promesa soleaera y qué a gusto se quedó el anónimo autor:

“Si en comiendo de mis carnes tuviera alivio tu pena,

a la voz de un pregonero

mis carnes yo las vendiera…”

Otra cuestión es qué se espera, de quién se espera y qué ha prometido. Ahí, que cada uno haga sus cuentas. Porque a cierta edad, en la más ardiente, puede uno creer que alguien conseguirá la luna y la pondrá a sus pies, pero estos ojos que se comerán la tierra, los años y la experiencia son testigos de que ésta seguirá ahí arriba, un tanto enojada por ser objeto de contrabando en labios mentirosos y oídos demasiado crédulos.

Lo dicho no es un arrebato nihilista o decadente, sino la pura y dura verdad. El puro y duro realismo de quien comprende que ciertas promesas de amor electoral o pasional, no las puede cumplir cualquiera ni, por supuesto, esperar del primero que pasa el cumplimiento de todas las ilusiones.

A pesar de todos los embustes y de la excesiva credulidad, la naturaleza humana tiende al cumplimiento como un girasol que despierta ante su amado astro. No lo podemos evitar. ¡Y qué rara maravilla que así sea! Que ni una decepción consiga matar la esperanza que albergamos, callada, secreta, en nuestro interior.

Si hojean, por casualidad, el teatro de Ibsen encontrarán esa espera dolorosa en emperadores de Roma y promesas de imposible justicia universal en pastores luteranos con demasiada confianza en su voluntad que, luego, terminan decepcionados consigo mismos, como todo hijo de hombre con dos dedos de frente.

Otro gran decepcionado en su vagar errante por las páginas de la literatura es el Sinué de Waltari, en búsqueda incansable, sedienta de eternidad. Tan sedienta y, al mismo tiempo, tan decepcionante, que es una historia que hay que leer con dos litros de agua en la mesilla o levantarse constantemente a la cocina porque te pega su misma sed.

Si le pesan los libros en las manos, que también es comprensible, mírense a sí mismos, pregúntenle a su vida, a su deseo de cumplimiento, de promesa infinita; quizá no para usted, que cree tener bastante con sus triunfos, pero mire a quien ama, a sus hijos o a su perro. Qué gran promesa la de no morir y qué esperanza tan grande de que ese deseo se cumpla.

Sin duda, hará bien en comprobar que esas promesas no las cumple usted, ni yo, ni su héroe parlamentario, y comprobará que todos, sin excepción, somos decepcionados y decepcionantes. Que no estamos a la altura. Pero, entonces, si nosotros somos incapaces, ¿quién cumple la promesa? ¿Quién responde a la esperanza? ¿Quién paga la deuda contraída?

Ante la inmensidad de tales preguntas y la evidencia de nuestra incapacidad para atraer lunas, hay quien desiste de tamaña empresa y trata, en vano, de olvidar sus deseos. Otros, como Germán Pardo García, al descubrir su poema desnudez, reconoce que:

“…He llegado a ese límite en que el mundo

se agranda más y más y necesito

de otros ojos inmensos para verle

y de otro corazón para sentirlo.”

¿Quién nos cambia el corazón y los ojos para atravesar nuestro límite, nuestra decepción? Si no hubiéramos amordazado y matado a Dios, podría responder él, pero como aseguran los maestros de la duda; esos de los que precisamente dudo yo, Dios ni existe ni habla, y no hay más remedio que conformarse con las rebajas de expectativa estoica y algún minuto publicitario,  aunque nuestra intuición nos contradiga y siga esperándolo todo de nuestro breve viaje por la tierra.

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