Viaje a Marruecos: el cielo protector de Essaouira

Dicen que es una ciudad blanca en Marruecos, pero solo algunas fachadas tienen ese color. Dicen que es azul pero uno solo ha visto trazos de añil. Es más bien ocre, como sus murallas, como la arena. Y óxido, porque el salitre del mar, arrastrado por los alisios permanentes, lo devora todo y la ciudad tiene rincones en los que se muestra como una vieja desdentada, enferma de artrosis, con la belleza de lo que es eterno pero está siempre en proceso de descomposición.

Vivir en Essaouira es como navegar en la popa de un velero. El viento siempre, el viento permanente, y el mar intenso que rompe sobre la muralla. Al otro lado del muro, la medina: un laberinto de calles, lleno de trampas. Hay callejones que terminan en una puerta cerrada. Otros atraviesan un túnel por el que no entrarías si ese pasadizo estuviera en Barcelona o en Madrid. Sensación constante de seguridad. La fortaleza, la medina, el puerto de los pescadores, y la playa. Son los cuatro puntos por los que se puede hacer la vuelta al mundo de Essaouira. El viento es siempre alisio, sopla desde el trópico. La temperatura es amable. Por la calle desfilan gentes con chaqueta, y al caer el sol, algunos se ponen un chaleco acolchado, como si esto fuera Finlandia.

essaouira
Essaouira desde el puerto

En otro tiempo se llamó Mogador. Primero fueron los fenicios, luego los portugueses. Navegar antes que los demás les dio el derecho de nombrar las cosas, las rocas, los puertos. Mogador. Tantas cosas se llaman ahora en Essaouira Mogador: restaurantes, artesanía, alguna farmacia. El sultán Sidi Mohammed Bin Abdallah hizo de esta ciudad una joya: era la salida al mar de las caravanas del desierto que llegaban hasta Marrakech.

Luego pasaron los franceses, tan finos, con su protectorado colonial. De lo francés queda la lengua, que hablan casi todos lo habitantes de la ciudad, y una pastelería con nombre árabe: Chez Driss, fundada en 1928. En Essauoira la pastelería francesa tiene nombre árabe y la pastelería árabe tiene nombre francés: se llama La Bienvenue. Orson Welles, que rodó aquí Otelo, se zampó la producción mensual de milhojas de Chez Driss. Dejó alguna, pero le advierto que vuelan rápido.

El vendedor del pan
El vendedor del pan

La vida social de Essaouira se desarrolla en la kasbah y en el zoco. No se madruga. Las tiendas abren tarde y cierran tarde. Se puede comprar a cualquier hora, se puede comer a cualquier hora, y se puede pasear con total tranquilidad en cualquier momento del día. La calle es bulliciosa, populosa, efervescente, incesante. La megafonía de las mezquitas marca el ritmo de las cinco oraciones, pero a diferencia de otros países musulmanes, en Marruecos la oración no interrumpe el comercio, no suspende los cafés, no aplaza las comidas.

El zoco, el centro de la vida social

Se vende todo: frutas, verduras, aceite de argán, higos chumbos, peras , montañas de aceitunas, infinitas variedades de dátiles, ciruelas secas, lentejas de tamaño insólito,  bodegones de carne con algunas moscas, el pan recién cocido, bambalouni (rosquillas de masa frita) crêpes rellenas de pasta de avellana y cacao, bolsos, cueros, tatuajes de henna, hierbas, especias, chilabas, babuchas, cortes de pelo y algún libro. Hay una librería, La Fibule, en la plaza de la kasbah, cerca del Café de France. Y otras de viejo regentadas por restos de la generación hippie,  que uno se encuentra callejeando. Callejear es la primera actividad en Essouira. Todo sale al paso: el oro, los peces, el cuero, un buen bar para desayunar, un puesto de suculentos chawarmas y kebabs ensamblados con las manos. Y gatos. El gato es sagrado. No se inquiete: una campaña anual de vacunación los tiene a la orden del día, con la cartilla sanitaria en regla.

En el mercado del pescado, en un rincón del zoco, se puede comprar un besugo y pedirle a un fogonero que lo ponga en la parrilla. No estamos en un hospital sueco. La higiene aquí no es una asepsia pura, estamos entre gente que trabaja. Lo importante es el besugo. Las gaviotas y los gatos, que habitan el mercado sin que nadie les moleste, dan fe de lo que son aquí las prioridades.

Un güisqui en L’ Heure Bleu

Si quiere usted media hora de occidente siempre puede pedir un güisqui en L’Heure Bleu, un Relais&Château junto a la puerta de Marrakech. A mediodía su terraza es un oasis para beberse la sangre de un Campari, a la vera de la piscina. Luego uno debe atreverse a pedir un cuscús o un tajine de pescado en las plazas y callejas del zoco donde comen los comerciantes. Si no tiene la osadía suficiente, se arrepentirá. Hay aroma de sardinas, y pequeñas mesas sin mantel ni vino, como si del interior de la taberna fuera a salir el Arcipreste de Hita con un guiso de cordero.

Un restaurante popular
Un restaurante popular

En la playa el mundo es otro: camellos para pasear, y un frenesí de surfistas y practicantes de kitesurfing, que es una forma de planear sobre las olas con la ayuda de una especie de cometa que uno se ata a la cintura con la ayuda de un arnés. Como hay viento continuo, los surfistas salen del agua agotados como náufragos.  Algunas damas marroquíes toman el sol bajo una abaya negra, que es un protector cien por cien contra el cáncer de piel. Y los muchachos juegan al fútbol o hacen castillos, como en todas las playas del mundo.

La medina, en su interior, es silencio. Lejos del zoco, junto a la muralla, está la zona llamada la mellah. Es el barrio de los judíos, protegidos por el rey Mohammed V frente a las leyes que quería imponer Pétain durante el protectorado. Pétain pretendía que Marruecos fuera Vichy con judíos deportados a los campos. Y el rey dijo que no. En Marruecos no han necesitado borrar ninguna historia de colaboración con los nazis.  Judíos, cristianos y musulmanes conviven sin recelos.

Pasteles en Chez Driss
Pasteles en Chez Driss

En las calles de la mellah solo se escucha el mar, y la música de algunas tiendas de música, en las que se pueden comprar discos, tambores, flautas pastoriles, y una percusión similar a las castañuelas que utilizan las tribus bereber. Essaouira es musical. No solo por las hermandades Gnaoua que cultivan un tipo de música que ha inspirado a tantos autores contemporáneos, sino porque su festival Gnaoua atrae a miles de personas todos los años, allá por junio. También es una gran oportunidad para comprar antigüedades bereberes. Si le interesa ese mundo visite la Galerie Jama. Y dese un paseo por el centro de artesanos de la marquetería, virtuosos del manejo de la madera de thuya y de limonero.

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Alfredo Urdaci
Alfredo Urdaci
Nacido en Pamplona en 1959. Estudié Ciencias de la Información en la Universidad de Navarra. Premio fin de Carrera 1983. Estudié Filosofía en la Complutense. He trabajado en Diario 16, Radio Nacional de España y TVE. He publicado algunos libros y me gusta escribir sobre los libros que he leído, la música que he escuchado, las cosas que veo, y los restaurantes que he descubierto. Sin más pretensión que compartir la vida buena.

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