La Fundación Mapfre le dedica una gran exposición a Facundo de Zuviría, un fotógrafo ligado a una ciudad, en la misma medida que Atget está unido a París. El francés retrato una capital que se pedía en la niebla de una transformación urbana. Zuviría retrata un Buenos Aires dormido, sacudido en sus entrañas por las tragedias del corralito y otros movimientos sísmicos. es una ciudad metafísica. No hay personas. Quizá comparecen en algún cartel, como Evita Perón, con la cara desgarrada de los afiches viejos y lavados por la lluvia. Buenos Aires parece una ciudad salida de los cuadros de Giorgio de Chiricco, una urbe silente, que habla tan solo por los letreros pintados de algunos escaparates, textos breves, llenos de ironía.
Facundo de Zuviría empezó de niño a tomar fotografías. Su primera cámara fue una Eho, regalo de infante. Pero no fue hasta los años 80 cuando comenzó a tomarse en serio la imagen. Había terminado Derecho. Buenos Aires ya era su escenario, el único sobre el que trabajó. Zuviría publica sus primeras fotos en los periódicos, en La Nación, en La Prensa, y participa en el Programa cultural de barrios, impulsado por la secretaría de cultural de la capital. Zubiría es un fotógrafo que deambula por Buenos Aires, no atento a la anécdota sino a los encuadres planos, sin perspectiva. Su mirada, en apariencia sencilla, busca en las líneas, en la geometría de las dos dimensiones, una configuración digna del retrato. Se deja influir por su maestro, Horacio Coppola, por Walker Evans, por Rómulo Macció.
Alexis Fabry es el comisario de esta muestra que despliega una completa y compleja obsesión por la ciudad, por Buenos Aires. De entre los ingredientes de su forma de mirar hay uno que predomina que es la melancolía, materializada en los carteles, los afiches, los rótulos de tiendas, de bares, de peluquerías, de vallas publicitarias. Nunca se detiene en lo monumental sino en lo anecdótico, no se para en lo colosal sino en lo nimio. Se define como un coleccionista de todo aquello que ve en la ciudad: «cuando lo capturo», añade, «ya no me preocupa que desaparezca. Muestro Buenos Aires a partir de pequeños detalles, de recortes de la realidad, que dicen lo que es la ciudad».
La Beunos Aires de Zuviría es la de la periferia, nunca la central. La ciudad son «las casas bajas, esa cosa de pampa edificada, que es llanura con mucho cielo. Las fachadas de los negocios de 8,66 metros, dos ventanas laterales y una puerta central que forman un tríptico, y dentro de esa estructura, todas las variedades posibles». Signos de la cultura popular, códigos del comercio, de la arquitectura, que revelan, con su valor de iconos, una vida evocada por esos pequeños detalles. No capta el rostro humano, no retrata la miseria, pero esa vida de la clase media está ahí, en objetos inertes, en su disposición en el escaparate de la ciudad, en ls estampas de Buenos Aires, convertidas en una imagen infinita.
Entre las series que podemos ver en esta muestra de Facundo de Zuviría están las Siestas. Son la expresión del corralito argentino, cuando la crisis financiera provocó el hundimiento de la clase media argentina. Las imágenes retratan comercios cerrados, verjas clausuradas, persianas tumbadas en cientos, miles de comercios que componen el paisaje de una ciudad dormida, hipnotizada por la catástrofe. Esa clausura se extendió a las viviendas, valladas para protegerlas de los robos. Zuviría, un fotógrafo que contempla el oficio como una forma natural de vida («hago fotos todos los días y a todas las horas») apenas se fija en las figuras humanas. Prefiere la textura física de la ciudad, los carteles que componen un lenguaje de violencia, de desnudez, que guardan en sus pliegues el poso del paso del tiempo.