Cuando también las mujeres se pusieron a pintar. Anna Banti. Traducción de José Ramón Monreal. Editorial Elba.
A pesar de que no es fácil ponerle fecha al comienzo de la mujer en la pintura, Anna Banti se atreve a situar tal hecho en los mediados del siglo XVI. Algo cambió en esos años: «ciertos padres empezaron a mimar a sus pequeñas que, astutas, no tardaron en sacar provecho de ello». Padres a los que cataloga como «hombres modestos, de corazón tierno y poco cerebro». Ignoramos por qué debían ser limitados de inteligencia. O quizá lo dice porque se atrevían a cometer tal insensatez para la época. Alguno podría haber sido pìntor, como en el caso del padre de Lavinia Fontana que percibió temprano el talento de la niña. La muchacha aprende. Ya pasados los veinte años reclama pintar no copias de Rafael, sino tomando las líneas de desnudos. Y el padre tolera. Se casó con un tal Gian Paolo, que había aprendido algo de dibujo, pero carecía de talento. Su esposo terminaba los detalles de los cuadros de Lavinia.
La historia de Lavinia forma parte de los relatos breves, condensados, de las mujeres que comenzaron a pintar. La primera, Sofonisba Anguissola, que pasó por la corte del rey español Felipe II antes de terminar sus días en Palermo. También Fede Galizia, que nació en Trento, y le pusieron, como señala Banti como humor, un nombre muy tridentino. Y Rosalba Carriera, y Giulia Lama, y Berthe Morisot, Suzanne Valandon, Marie Laurencin, Vanessa Bell, y Edita Walterowna.
No está Artemisia, pintora barroca, a la que Banti dedicó un manuscrito que fue destruido por una bomba durante las últimas batallas en Italia de la II Guerra mundial. La autora lo reescribió como un diálogo con la pintora, en el que las dos, con su voz propia, narran los avatares de sus vidas. Banti nació con otro nombre antes de adoptar el seudónimo. Su nombre civil era Lucia Lopresti. Nació en Florencia en 1895, en una familia de origen siciliano. Estudió humanidades y literatura y su obra, que incluye desde crítica de arte a poesía, novela, traducciones y cientos de artículos, gira en torno a la soledad de la mujer.
Le inquietaba también la falta de memoria sobre el pasado femenino, y en esa preocupación se inscribe esta obra en la que se pregunta cómo y porqué las mujeres comenzaron a pintar. Y la respuesta la encuentra en las doce biografías que a modo de estampa, de vida ejemplar, retrata en apenas unas páginas. Artemisia Gentileschi, a la que dedicó un libro aparte, fue una de ellas.
Y así en este mínimo tomo de la Banti comparecen algunas biografías breves e intensas como la de Elisabetta Sirani, hija de un pintor del círculo de Guido Reni, Giovanni Andrea Sirani. «Buena en el bobierno y en las tareas domésticas, buena pincel en mano, era vivaz, despierta, ingeniosa y soportaba con paciencia los gruñidos de su padre, que amargado por el sufrimiento, no tenía un carácter dulce y, desconfiado como era por naturaleza, vigilaba de cerca los gastos domésticos, es decir, las ganacias de la hija». Ver pintar a la joven era un espéctaculo que administraba como un privilegio. La muerte repentina de Elisabetta despertó las sospechas de envenenamiento. Una joven sirvienta fue señalada como culpable, y soportó un proceso cruel hasta que dos médicos certificaron que la Sirani había fallecido de muerte natural.
Anna Banti nos descubre entre sus páginas a Vanessa Bell, hermana de Virginia Woolf. Pintora qeu admiraba a Martisse, «sus primeras pinturas son raras, sus colores son tenues (oliva, ocre, rojo veneciano). Las formas están rigurosamente simplificadas, reducidas a planos elementos geométricos a menudo divididos por líneas neggras o azul oscuro». La relación con su hermana nunca fue muy cálida, a veces más bien borrascosa: «la sublime, la excepcional Virginia nunca dejó de ser para Vanessa una visionaria incurable». La prosa de Banti es elegante, ondulante, a veces coloquial, y siempre punteada por una deliciosa ironía, y brilla en el trabajo de ese magnífico traductor que es José Ramón Monreal.