En A’Barra no han vuelto a abrir la barra de una pieza de piedra que es su santo y seña, pero la cocina está abierta y el comedor tiene todas las mesas ocupadas. Este regreso a uno de los grandes de la gastronomía de Madrid, donde se venera el producto exquisito y se le adjetiva con unas notas de vanguardia, las justas, ha sido un volver a las cumbres de la cocina clásica. «Defensa del producto y admiración por la naturaleza» es el leit motiv de esta casa que ha marcado un nuevo rumbo a la restauración. Lo afirmo porque en A’barra se puede disfrutar de un trabajo de sala de altísima calidad. El trío formado por Sergio Manzano (chef), Alfonso Martín-Delgado (sala) y Valerio Carrera (sumiller y Premio Nacional de Gastronomía 2019) forma un equipo equilibrado en la excelencia.
El patrimonio de los hongos
Porque el equilibrio se puede conseguir bajando el listón y también subiéndolo, y en este caso, en A’Barra, se ha hecho por arriba. El trabajo de la sala forma parte de la ceremonia de la gastronomía, sobre todo cuando la cocina sirve platos que se deben terminar ante un público que disfruta con la vista, que es una estética que se va a contemplar a los grandes restaurantes. Vino primero un jamón de Joselito con siete años de curación, y José Gómez explicó que el patrimonio fundamental de sus secaderos y bodegas son los más de cuarenta hongos propios que habitan en el aire donde envejecen los jamones. Los tienes estudiados gracias al trabajo de Felipe Lombo, científico de la Universidad de Oviedo.
Desfilaron después en formación unos espárragos de Mendavia, de los de Cayo Martínez, el fundador de La Catedral. En mayo se comen los espárragos del amo: «los de abril para mi, los de mayo para el amo, los de junio para ninguno», dicen en la Ribera de Navarra. La alternativa al espárrago en A’Barra es la alcachofa, de la misma huerta de Mendavia, con una salsa reducida de cebolla. Firme al tenedor, la verdura se desintegra en la boca sin esfuerzo.
Luego llegó un solomillo Wellington (los franceses, tan chovinistas, le llaman en croûte por no aceptar la denominación de un británico. En A’Barra han hecho una versión española de esta pieza suculenta. El solomillo es en realidad una pieza de ibérico vestida con su tocino y abrigada por un envoltorio de hojaldre crujiente. En el interior, la cápsula guarda todos los aromas y jugos de la carne. Ver cómo lo trinchan en la sala sobre una bandeja, y como lo adornan con unas diminutas manzanas de crema con notas cítricas es un prólogo que nos roba la atención. Los preámbulos, en la cocina y en el amor, son los momentos más excitantes: todo es promesa, y entra en el alma por la vista, que es la que construye el marco en el que poner la carne, viva o muerta.
El final fue un festival: una crêpe Suzette finísima, empapada de una crema esencial de naranja, de un espesor canónico, flambeada ante nuestros ojos. Una crêpe como las que tomaba Marcel Proust en el París del siglo XIX, una crêpe para comulgar con la alta cocina, la del producto esencial, la de la ejecución precisa, la de las formas exquisitas. Hubo incluso en la mesa un desertor del postre que al escuchar la descripción de esta maravilla se apuntó deprisa a la fiesta, y así pudimos ver dos veces cómo la mantequilla, el licor y el zumo de la naranja, las cortezas de naranja y de limón y el azúcar volvían a formar ese volante colorido y sensual de la crêpe.
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