Color local. Truman Capote. Traducción de Clara Pastor. Editorial Elba.
La primera edición en español de Color local de Capote tiene fecha de 1963. Fue Plaza y Janés la que , antes de que llegaran los grandes éxitos de Capote (A sangre fría es de 1965) editó este pequeño tomo con una portada en la que aparece el dibujo de un viajero, de espaldas, que carga dos maletas y se dirige a una ciudad, en apariencia una ciudad española. Ahora vuelve este color local en una de esas cuidadas ediciones de Elba, con buen papel, tipografía perfecta para leer, buenas traducciones y un formato cómodo y a la vez consistente. Lo que encierra Color Local son algunas pequeñas joyas de los viajes de Capote, muchas descripciones de personas, lugares, paisajes, calles y fachadas, en un estilo muy de Capote con poco Capote.
Color local fue el tercer libro publicado por el escritor. Y lo que encontramos en él son sobre todo descripciones de ciudades y de viajes, escritas con una extrema sensibilidad, con un gusto exquisito, y con menos presencia de ese YO que con el tiempo se convirtió en un estorbo, o en un monstruo que se alimentaba de los cotilleos que le contaban sus amigas. Eso fueron los años finales de Truman: un bufón que entretenía a los ricos, un animador de las tardes tediosas de marquesas y millonarias, a cambio de inspiración para sus novelas.
Aquí no. Aquí aparece como un escritor que mira el mundo como si lo estuviera estrenando, como si lo mirara por vez primera. «Había sido una buena idea ir a Europa, aunque fuese solo porque había hecho que volviese a mirar el mundo con asombro. Pasada cierta edad o alcanzado cierto conocimiento, es muy difícil conservar la capacidad de maravillarse; ésta es más propia de los niños y son pocos los adultos afortunados que logran conservar el puente que los une con la infancia».
Eso búsqueda constante del asombro hace que el talento del escritor brille sobre todo en los momentos en los que la realidad le resulta más ajena, más siniestra, más cruda o sorprendente. Un viaje por España, fechado en 1950, es simplemente delicioso. El escritor viaja hacia Algeciras, probablemente para tomar un barco que le lleve a Tánger. La descripción de los personajes que le acompañan en el viaje es de una agudeza admirable. Los retrata en dos trazos, y establece imágenes imborrables, como la de esa matrona que a la hora de merendar se saca de entre los pechos un arenque en conserva envuelto en un papel de estraza.
Ischia, Tánger, Fontana Vecchia, Brooklyn, Hollywood, Nueva York, Haití. Son puntos en la geografía de Truman Capote, son el mapa de su asombro, de una curiosidad insaciable, que entra en los rituales de los haitianos, que se mezcla en el Ramadán del norte de África, que conversa con las familias que viven en los bloques de viviendas de los barrios de Nueva York, y que es capaz de describir escenas con una poesía de una elegancia simple y jovial. Por eso decimos que se trata de un libro que es esencialmente de Capote, con la ventaja de que la prima donna en la que se convirtió con el paso del tiempo todavía no había comparecido en su literatura. Guarda el asombro de su infancia, escribe con esa literatura que se despliega con los ojos de par en par.
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