Disculpen la molestia

“Ni me enteré del color que tomó el cielo cuando cantabas, ni del diámetro que tiene la distancia que me separa de Dios.” – Carmen Conde

Siento la perturbación que mis palabras puedan producir a las mentes tranquilas consigo mismas. Lo siento de verás. No querría hacerlos daño ni que el agua serena de su estanque fuera perturbada por alguna de mis letras que, al caer, como canto cetrino, sucio de la tierra de la que me han arrancado, cayera a plomo sobre su líquido elemento, formando ondas que luego se amansen en la orilla.

Disculpen si los perturbo. Perdonen la molestia. Siento en el alma despertar en la suya una sombra de temor como nubes que ensombrecen los mapas dorados de mi Andalucía; la Andalucía vacua, la Andalucía enmudecida en los salones de la capital con tópicos de sobremesa sobre la naturaleza de su ser, de su inventada desidia, de las mentiras que han perturbado su humanidad y que ha obligado a los propios andaluces a demostrar, siglo tras siglo, su valía para las Artes, para las navegaciones al más allá, para levantar  allí también pueblos blancos en la California, en el viejo San Francisco, en la frontera con México y más abajo,…como si aquellas tierras, una vez y para siempre, despertaran a un Doñana paradisíaco o  un Rocío de la Blanca Paloma, venerado por nativos y esclavos huidos a tierras de La Florida, donde les quitaban los grilletes y pasaban a ser españoles de piel morena .

Disculpen mi atrevimiento, si tratando de mostrar la cara oculta por los intereses, perturbo sus prejuicios adquiridos y les señalo su equivocación, su mirada superficial, su inexperiencia a la hora de observar que no es Madrid todo lo que reluce de Almuradiel arriba y de Almuradiel abajo, donde los viajantes sabemos que ahí, cuando se desciende hacia la Bética, hay una frontera de luz inmarcesible; una luz que separa cielos, que los gradúa desde el Jaén olivarero, la serena Córdoba, el Viejo reino de Granada que abarcó a todos los pueblos adjetivados ‘de la frontera’, hasta otra luz inmensa, incartografiable, que se mezcla con la tierra desde el brote rocoso de un río hasta las desembocaduras de esmeralda y agua dulce que arrastran quejas, suspiros, canciones de trilla y sudor, cantes de brega campesina, cantes de hombres luminosos como su cielo y que se confunden con el resplandor de otras corrientes, con el otro azul de las marinas en el  Estrecho; en la milenaria Gades, en la isla de León donde dicen –quienes lo vieron– que refulgía la Atlántida mistérica, un asombro humano hecho ciudad, una platónica idealización de pueblo, de espigón brillante, frente al infinitud aún no navegada.

Y disculpen si después de estar en estas tierras, nadie les dijo lo que yo cuento tratando irónicamente de describir el paraíso a un ciego, o a unos turistas que vienen a mesa puesta para ver el arquetipo, al torero, al flamenco; el lugar de la postal, el origen del mito que no encuentran, porque no saben, porque nadie lo dice, que el mismo Darro aún escupe pepitas de oro, pero hay que saber buscarlas en las orillas más allá del Sacromonte, de la Alhambra, de los palacios nazaríes, de los páramos bajo los que se asienta un Valparaíso de cuevas ignotas, donde los vencidos escondieron sus tesoros ante el fiero empuje castellano y el saqueo de la guerra, que envileció a dos hermanos por dos colinas y un castillo rojo.

Con certeza,  les pido disculpas si sus guías no los despertaron a tiempo para descubrir el primer rayo que se despereza entre sus colinas, que se mezcla con el rocío matinal, que encharca a los últimos flamencos de la fiesta, que inunda el valle con una atmósfera trigueña y atraviesa todo el Al Andalus aúreo, el de los caminos adornados con polvo dorado, el que explota en distintos arcoíris diseminados tras la llovizna en un monte, mientras en el otro un caprichoso sol dibuja arabescos de fuego en rostros de  nubes negras.

Y lo siento, lo siento de verás por aquellos que han pasado por aquí y sólo se han quejado del calor y de las cuestas y de lo lejanos que están los pueblos de cal eterna que refulgen en las noches de luna, como sábanas huídas de la colada que postran sobre el horizonte morado de las sierras, para descanso del alma insomne que vuelve del infierno capitalino a su pequeño patio andaluz. Disculpen. Disculpen que nadie les cuente nada de esto; y disculpen porque nadie les dijo que aquí recogimos la aceituna, la uva y la temperamental poética de fenicios, tartesos, griegos y romanos; judíos, godos, cristianos, moros;  y que si consiguen alcanzar el silencio necesario, o profundizan en él lo suficiente, escucharán el perdón de san Cecilio a sus asesinos, la fatigosa respiración de san Juan de Dios, siempre cargando con algún enfermo, las lágrimas de Miguel Mañara, los lamentos melancólicos de Juan Ramón por no ver de nuevo Moguer y San Juan, y no volver a pasear junto a Zenobia con trajes de lino blanco, fresco, para la humedad perenne de Huelva. Y si además pueden guardar un poco más de silencio, oirán el espanto de Federico, tan actual,  cuando divisó la grisura inhumana de la isla de Manhattan; la que ahora es templo de veneración porque hemos perdido el gusto por lo simple.

Lo siento. Lo siento tanto por aquellos que quizá, si no me hacen caso, si no adecúan su ansia al ritmo más pausado de estas tierras, se pierdan para siempre en la terrible noria de las pasiones monetarias que un Lorca acostumbrado a la cadencia andaluza, describió en su aterradora profecía neoyorkina; esa que ahora sufrimos y llamamos jornada laboral, progreso, vida agotadora, sepulcro de hierro y plomo que sepulta a los hombres en un sudario de facturas y pálidos cálculos virtuales.

“…La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.

La aurora llega y nadie la recibe en su boca
porque allí no hay mañana ni esperanza posible.
A veces las monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños.

Los primeros que salen comprenden con sus huesos
que no habrá paraíso ni amores deshojados;
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.

La luz es sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces.
Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de sangre.”

Discúlpenme, pero ya estoy tan hecho a la belleza; tan hecho a la fragilidad; tan hecho a la vida que, con cierto rubor y con cierta sorna andaluza, les pido que comprendan que sólo pueda subir a escondidas a la capital y a mi sagrado Prado: a saludar a mi Velázquez, a mi Ribera, a mi Zurbarán, a mi Goya y a pasear por el Rastro para comprar viejos bastones, gemelos antiguos, guitarras que hago y deshago con un purito en la boca y un descafeinado.

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