La Tönnheim Gallery se abre en un bajo de la calle Miguel Mayor, en el barrio de Carabanchel, esa zona al otro lado del río Manzanares que se está convirtiendo en el lugar de los artistas en Madrid. Un espacio blanco acoge la exposición de John Robinson, un pintor británico que ofrece en una mesa de la entrada unas cuantas máscaras para que el visitante tome el aspecto del pintor, y multiplique su capacidad de convertirse en un mirón. Voyeur, le llamaron los franceses. Y esa es la actitud de nuestro mundo, a través de Instagram y otras redes: espías de la vida de los otros, mirones, consumidores de imágenes, desde el arte a la pornografía.
John Robinson expone su obra con el título de Cuckold (cornudo). Cornudos, mirones, enmascarados. Desde el primero de los cuadros, deja claro que estamos ante la obra de un provocador que busca la reacción del público ante su obra, que centra su arte en la impresión que provocan sus pinturas, cuadros de tonos apagados, que se acercan al blanco y negro, imágenes como de revista satinada, artificiales, fabricadas para consumo inmediato.
Ojos que miran desde máscaras recortadas, narices y bigotes que asoman por el orificio del enmascarado, contemplan escenas pornográficas, cuadros rijosos, composiciones propias de las revistas eróticas, penetraciones, lenguas que lamen. Los cuadros nos dicen que nos hemos convertido en una sociedad que se limita a devorar imágenes, fabricadas en series. Lo mismo en el arte. Robinson explica que se trata de él mismo en todos los cuadros: «era aburrido ver siempre mi cara, y por eso las máscaras, algunas con varios agujeros concéntricos».
Pinta John Robinson viñetas, a modo de cartas del Tarot, algunas escatológicas. A la inauguración de la exposición ha traído algunos cartones con dibujos elementales y obscenos: un culo defecando, una felación, y otras escenas burlescas y soeces. Con ellas pretende construir un castillo de naipes. Pero cada vez que está a punto de conseguirlo, invita a alguno de los presentes, cubierto con la máscara de su propia cara, a destruir la endeble arquitectura acartonada. Robinson comienza de nuevo. Es un ejercicio, una performance sobre la frustración. «Lo hago para divertirme, porque las exposiciones suelen ser muy aburridas», dice el pintor.