«En el futuro, cuando se use el término campo de concentración, pensaremos en la Alemania de Hitler, y solo en la Alemania de Hitler» Víctor Klemperer, Dachau, otoño de 1933
En el extraordinario documental, “La verdadera historia de Schindler”, realizado diez años antes de la conocidísima película de Spielberg, asistimos, entre otras muchas, a las palabras de Ruth Kalder. Ruth había sido amante de Amon Göth, comandante de las SS en el campo de Plaszow durante la guerra. Anciana y enferma, visiblemente incómoda, casi sin querer hablar, Ruth afirma: “Amon mató a judíos, sí, pero nunca por placer, porque él no era un monstruo. No era un asesino. Para él, como para todos los SS, los judíos eran mano de obra que había que controlar. Schindler no amaba a los judíos. Schindler era un oportunista que se lucró con ellos. Schindler era como los demás…”. Como los demás, es decir, un monstruo más. Parte de un cosmos de horror absoluto imposible de negar. Siendo el “pobre” Amon en realidad un preso más del sistema. Por muchas tiritas que doña Ruth quisiera poner a su amado SS, que sería abuelo póstumo a través de la hija de Ruth de una niña de raza negra y al que años después de ese documental escenificaría de un modo magnífico el inglés Ralph Fiennes en la citada “La lista de Schindler”, no hay pretexto, excusa o pertrecho que pueda minimizar lo que hicieron. Otro asunto es el nivel de implicación personal o la obligación, con su vida en juego, de los culpables.
«Prometo detener a los judíos en el socavamiento de nuestra nación, si hace falta manteniendo su bacilo a salvo en campos de concentración» Adolf Hitler en 1921
Es difícil entender el fenómeno negativo más importante de la historia contemporánea. ¿Cómo pudieron hacerlo? ¿Por qué? El cine, con su dramatismo muchas veces acertado, suele caricaturizar dicho periodo, proyectando la imborrable imagen de un montón de alemanes vociferantes y psicóticos que no pensaban en nada más que en eliminar judíos de sol a sol, transformando a humanos asesinos en monstruos de otra dimensión. Y lo real llega a desvirtuarse, por ejemplo, con los nombres de los campos y su agria sinestesia: Treblinka, Majdanek, Sobibor, Auschwitz. Con KL, -Konzentrationslager-, Historia de los campos de concentración nazis, (Crítica) y sus casi 1.200 páginas, seguimos sin entenderlo, pero nos adentramos por completo en los más internos engranajes de la cruel maquinaria nazi, llegando a estar seguro de que ya es imposible leer algo más sobre tan horrible suceso y ese es, tal vez, su único defecto. ¿Qué más se puede escribir sobre aquellas pequeñas ciudades construidas para un único propósito, la desaparición de millones de seres humanos?
“Los gulags soviéticos son el purgatorio, los lagers nazis el infierno” Hannah Arendt
Nikolaus Wachsmann, muniqués profesor de historia en Londres, relata, de un modo minucioso, a veces como si de un índice se tratara, la eclosión de los campos de concentración como centros de detención. Desde el origen mismo: españoles en Cuba, americanos en Filipinas, ingleses en Bloemfontein, hasta los KL y por qué, aun no siendo suyo el invento, el nazismo ya pensaba en tal sistema para borrar, sin traumas, su larga lista de enemigos, al principio los comunistas acusados del incendio del Reichstag y, especialmente, el pueblo judío. Sin una incesante descripción de horrores nazis, siendo inevitables, en KL conocemos bien a tipos realmente infames como los corruptos Theodor Eicke y Oswald Pohl. Richard Glücks, general de las SS e inspector del sistema de campos, paseándose con su caballo en un establo rodeado de espejos hecho por presos o, cómo no, el que casi es el personaje principal del libro.
Son muchísimos los agujeros negros de la especie humana: las masacres balcánicas, los genocidios jemeres, armenios, Ruanda... Y los que desconocemos. Solo con el Endlösung y la burocratización del pavor que nos presenta Wachsmann se siente el más intenso mal cuerpo.
Más nombrado que su jefe, el mismísimo führer que, según Waschsmann, nunca fue visto en un campo de concentración, el Reichsführer Heinrich Himmler y su visión de los lagers en términos militares, haciendo ver que su equipo estaba compuesto por “guerreros que limpiaban Alemania de escoria, no simples guardianes de calabozo”, lo que rebajaba y atenuaba sus acciones. Los campos como terapia para sus hombres. En las páginas de su laborioso y magnífico ensayo, con glosario y fotografías, Nikolaus se aleja de mitologías y sensacionalismos baratos. No hay lugar para el lacrimógeno testimonio ni para el morbo en la línea de, -sin descontextualizar-, las novelas de Von Vereiter, (Enrique Sánchez Pascual) y sus “Burdel SS”, “Las hienas de Ravensbruck… Saca a los siameses y a la mujer barbuda del circo de los horrores, convirtiéndolo todo en el más absoluto tratado sobre la más eficaz arquitectura e ingeniería administrativa diseñada para erradicar seres humanos de toda la historia.
“A mis judíos los mato yo” Kurt Pannicke, jefe del campo estonio de Vaivara, autoproclamado “Rey de los judíos”.
La brillante obra de Wachsmann ingresa en el listado de producciones de calidad sobre el nazismo, (no puedo obviar aquí el monumental «Shoah», de Claude Lanzmann), y nos brinda la oportunidad, una más y, en cuanto a información, definitiva, de cerrar cierto debate con tufillo a revanchismo que aun hoy en día sigue presente, el de si los gulags soviéticos fueron peores centros de reclusión y muerte que los campos de concentración y exterminio nazis. Es la persona la que debe decidir, sin valores puramente matemáticos, -un solo asesinato es un crimen y punto-, lo que se siente ante uno y otro suceso. Con Solzhenitsyn y su célebre Archipiélago o con la Premio Pulitzer Anne Applebaum, asistimos al aterrador sistema soviético, pero es con las descripciones sobre el Holocausto cuando el espontáneo estremecimiento alcanza niveles más altos. Es en tal sensación donde reside la respuesta que, personalmente, cierra ese debate. Son muchísimos los agujeros negros de la especie humana: las masacres balcánicas, los genocidios jemeres, armenios, Ruanda... Y los que desconocemos. Solo con el Endlösung y la burocratización del pavor que nos presenta Wachsmann se siente el más intenso mal cuerpo.
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