Lalópez, tierra firme en el mercado de Antón Martín

Sergio Mayor y Maialen Parra de Arancibia gobiernan Lalópez, un restaurante de mercado, con la barra abierta en la planta baja del de Antón Martín, y las mesas en los pasillos de esta plaza en el corazón del Barrio de las Letras, cerca del Reina Sofía, a un paso de la calle Atocha, en un Madrid con aires de bohemia, una bohemia ahora bien alimentada. Lalópez tiene un nombre barojiano, llano y coloquial. Una marca genuina, colosal, que le va como un guante a la cocina de Mayor y al dominio de los vinos que maneja Maialen, una mujer con el desparpajo alegre y desinhibido que se necesita en un mercado, donde hay que devolver las ironías con una elegancia castiza y con la contundencia de quien te reta a seguir el juego dialéctico, a ver quién pestañea primero.

Pero vamos al turrón, que es lo que nos ocupa. En Lalópez se come muy bien, se bebe muy bien, y se paga ajustado. Es un lugar honesto, pero de una honestidad que no es simple y elemental, no es garbancera. La sorpresa viene en cada plato, una y otra vez, hasta el final. Sergio Mayor se formó con Abraham García, con Roncero, con Arola. Regresó a Viridiana como jefe de cocina. Acompañó a García en la apertura de Comala, aquella aventura mexicana, literaria y divertida, inspirada en Juan Rulfo, en la que a la cuarta margarita ya veías entrar por la puerta a Pedro Páramo.

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Ensaladilla rusa

Este recorrido anticipará a los lectores algunos de los acentos e inflexiones de la cocina de Mayor: sabores intensos, influencias de la América hispana, un punto juguetón y desenfadado, y un dominio excepcional de las bases, los caldos, los jugos, que es, según nuestro criterio, lo que distingue su estilo. A los platos que sirven en Lalópez hay que pasarles la cuchara, y cuando el acero ya ha hecho su función y no encuentra en su camino más que cerámica, hay que limpiarlos con un pan esponjoso y de corteza recia y crujiente, hasta sacarle al plato toda la esencia y que vuelva a la cocina limpio y exhausto.

Es a esa cualidad de las bases de la cocina de Mayor a la que nos referimos cuando aludimos a la tierra firme. Que nadie vea en el título promoción alguna de obras narcisistas. En Lalópez todo está al servicio de una gastronomía sin disfraces, franca y directa, que acepta las creaciones del bar y las del restaurante estrellado. Así lo demuestra en una ensaladilla rusa cremosa, o en una reinterpretación de la gilda, que en Lalópez lleva doble de arenque, guindillas y unas aceitunas colosales, de esas que ponen en las barras de la capital, del tamaño de los albaricoques.

Compiten con unos bollos de leche que tienen la textura de la esponja, y el adorno del arenque perfumado de jengibre. La estrella, sin embargo, es para un tomate confitado que hemos elegido imagen de portada, y que es bandera de Lalópez, porque en su tamaño de pieza de orfebrería concentra un sabor intenso, platónico. Dentro de ese tomate, lector, te vas a encontrar la idea tomate: desnuda, esencial, pura.

El juego. El más difícil todavía, tan circense. Esa inclinación lúdica está presente en la croqueta de talo de chistorra. El talo es una elaboración de harina de maíz. En el mundo rural vasco, al maíz que vino de América, convertido en tortilla, lo preñan con sustancia porcina: por ejemplo, la chistorra. Y Mayor se lleva esa combinación a una croqueta imprescindible. Hay platos de cuchara, como los «callos como los de antes», en una salsa densa, gelatinosa y a la vez ligera, o los judiones con pulpo. Y «platazos» como el aguachile de vieira, muy de la Baja California, o las albóndigas estofadas al Oporto, deliciosas, tiernas, en cuyo jugo agotaremos una barra de pan. Ya quedan pocas cosas a las que entregarse sin cálculo. Una de ellas es esta salsa dulce y vinosa.

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Callos como los de antes

El número final es un tiramisú al momento, instantáneo, que Mayor prepara en la barra, batiendo el mascarpone con un chorro de café y otro de licor, para colocar el armiño de la crema sobre el bizcocho, para que el conjunto tenga esa cualidad que sintetiza el nombre de este postre italiano: «levántame» (tirami su) No nos levantó de la mesa hasta las seis de la tarde, hora en la que las varas de Lalópez se tornan lanzas, y la cordialidad muda en rudeza. Los chefs también son humanos. La tertulia buscaba estar a la par de la cocina y prolongar los sabores con el aroma de las palabras.

Todo lo contado pretende reflejar la rotunda impresión de sorpresa, de descubrimiento, que tuvimos al llegar a esta tierra firme, muy firme, muy sólida, muy segura, de un bar/restaurante donde parar al final o en medio de una odisea por Madrid. Mayor cambia la carta cada semana. Y eso ha hecho que en sus tres años de vida, Lalópez tenga adictos, y algunos periodistas de cabecera, que comen y callan, como si no quisieran que se hiciera popular. Maialen domina una larga nómina de referencias vinícolas. Déjense llevar por ella. Vayan armados de una ironía sutil y desenfadada (virtud liberal cada vez más extraña), que el océano, visto desde la tierra firme de Lalópez, es un mar dulce y repleto de sorpresas.

Se otorga gracia especial y reconocimiento a la labor de iluminación de los platos, cometido en el que se afanaron Lamia Salaouaci y Augusto de Castañeda, que fue quien nos descubrió este lugar acogedor y amable. Que el Señor le recompense con gloria y misericordia por ese detalle. Los dos demostraron una paciencia que estuvo a la altura de su competencia profesional.

Marcelo Brito
Marcelo Brito
Nací en 1960 en Matanzas, Cuba. Hijo de gallegos. Crecí entre pocos libros, pero con una curiosidad insaciable. Estudié cine en La Habana y salí de Cuba en cuanto pude porque el mundo era limitado, estrecho, pobre, áspero y poco higiénico, para el cuerpo y para la mente. He colaborado en múltiples publicaciones. Primero en Miami Herald, luego en Caretas de Perú, y ahora en FANFAN.

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