Ricardo Garrastazu tuvo la idea, siempre arriesgada, de poner un mercado con restaurante, o un restaurante con mercado. Eso es Materia Prima. Un lugar donde poner en el escaparate los mejores pescados, del norte y del sur, y las mejores carnes. Al lado el bar; arriba y en la terraza exterior, el restaurante. Así, es el ojo el que primero ve lo que quiere comer, y una vez elegidas las almejas, las gambas, el rodaballo, o la lubina, la carne madurada, pasan a la cocina, en viaje breve en el que pasan por las manos de Gonzalo Barruetabeña y su equipo.
No es extraño en Materia Prima, más bien frecuente, que en las mesas vecinas estén sentados directores de despachos de abogados, directores de empresa, alguna ejecutiva y todo aquel, de cualquier condición, que ama el producto, que busca lo mejor. Ojo, no lo más caro. La excelencia se puede conseguir con cortes humildes, con pescados que nadan en aguas alejadas de la élite. Ricardo solo se pone serio cuando habla de lo que viene. De lo que ya ha llegado: precios disparados, escasez de verduras por la sequía, y miedo en el consumidor: «nosotros seguiremos aquí, pero esto se ha puesto muy difícil».
Materia Prima me recuerda a los restaurantes que había al pie de la Alfama, el barrio antiguo de Lisboa, junto al puerto del Tajo. En el interior, en unas vitrinas, se exhibía el pescado del día. Uno elegía los cortes y salía con ellos al exterior, donde una parrilla ahumaba la plaza. Allí ponías tus trozos de atún, de pez espada, tus sardinas, mientras charlabas con la parroquia sobre el pan y la sal, lo divino y lo humano. Forma civilizada de comer. Con tus peces asados volvías al interior, donde te esperaba la sopa y el vino verde. Y seguías la charla, ya sobre temas menos serios. Al día siguiente, te encontrabas a los mismos, quizá don diferente pescado, quizá con otro humor, más abiertos a la charla.
En Materia Prima se respira ese espíritu. El mostrador es un lugar de conversación mientras le echas un ojo al pescado y a los precios. Entre los hielos de la pescadería dormitan los rapes, las lubinas, los carabineros, a la espera de su segunda vida en la cocina. Llegan aquí desde Punta Umbría o desde Vigo, donde la casa tiene proveedores de confianza. Conseguir lo mejor no es fácil, y no siempre es cuestión de dinero.
En Materia Prima están convencidos de que el prestigio se consigue de esta forma. Otros buscan fórmulas diversas. Aquí el santo y seña es tener un gran producto. Es la forma de atraer a diario a comensales que saben lo que van a encontrar, y que quieren lo mejor. La carta no es barata, no lo puede ser; tampoco es prohibitiva. Y en las ofertas del día hay formatos y platos que te permiten tener una comida de altura sin que tiemble la cuenta.
Con esas premisas, al pescado aquí se le trata con un respeto reverencial. No hay que hacerle casi nada. Pero en ese «casi nada» está el secreto: el arte de enseñarle al atún la sartén es muy complejo, requiere muchos años de contención, de dominio de los tiempos, para que los aromas marinos no se escapen huyendo por la intensidad del fuego. Lo mismo con las almejas, salpicadas de láminas de ajo, para que tengan el acento de la tierra. A las gambas del sur, que habían pasado antes por la mesa, las tratamos con mucha consideración. Y la lubina tenía la suavidad y el punto graso que solo alcanza lo salvaje.
Sobresalientes los postres, todos caseros. El vasco es goloso y le gusta el dulce y el azúcar porque le ponen tierno y listo para cantar. Como estos del norte siempre han tenido querencia por Cuba y el Caribe, en Materia Prima hacen una torrija untuosa por dentro y caramelizada por fuera, acompañada de un helado de coco. Si el divino Camba viviera, esta sería su casa, porque le daría para escribir artículos de elogio sobre el marisco y los pescados, materia prima de las grandes comidas, y de los grandes artículos.