No hay adoctrinadores sin adoctrinados

Para gracia de unos y desgracia de muchos, siempre habrá un propagandista con su público fiel y asegurado: un pobre desgraciado que no busca complicaciones y sólo quiere escuchar la misma melodía de fondo para convencerse más y mejor en sus ideas, aparentemente, propias y, seguramente, ya marchitas.

Este pobre desgraciado no advierte que su propagador de ideas le susurra cada día la cantinela que quiere oír, no para formarse una opinión, sino para convencerse, autoafirmarse en lo suyo, aunque ‘lo suyo’ pueda ser irracional.

Con certeza, es un pobre desgraciado porque desconoce que otros, ladinos, viven de su indisposición a ver más allá de sí y que estos viven de expender aquello que el adoctrinado busca como una droga.

La gravedad del asunto está servida, ya que nos encontramos ante gente adicta a su reflejo en papeles virtuales, en pantallas o en radios, sin querer preguntarse por nada más que lo sabido y repetido, machaconamente, por su predicador de cabecera.

En esta enfermiza relación entre sujeto y espejo –perdón, predicado(r)-, apenas queda espacio para dos egos engatusados el uno con el otro como un gatito que se descubre en su reproducida imagen, que mimetiza los movimientos en una pantomima absurda de pseudoconocimiento.

El predicador sabe de sobra qué promulgar a su nicho de mercado, a su adocenada clientela, a su audiencia de muertos vivientes en busca de carne procesada para alimentar su autoconvencimiento, sin echarle una pizca de sal ni especias que aderecen el sabor a cartón de un alimento adulterado.

De este modo y en esta mímesis de autoanimación político-sensual quien sale perdiendo no es el adoctrinado, sino el pobre adoctrinador de propaganda, que debe buscar cada día una manera distinta de propagar lo mismo, una y otra vez, hasta el hartazgo y la arcada de sí mismo.

Si no me creen, sigan durante una semana (sólo una, porque puede ser contraproducente) a un mismo articulista o locutor que pontifica todos los días contra Sánchez por ser Sánchez, o contra lo que sea que le contraría de su enemigo “porque hay que vivir y comer”. O mejor; pónganse ustedes a apretar el mismo tornillo diez horas al día durante toda esa semana, mes tras mes, hasta maldecir su propia existencia porque tienen que hacer siempre el mismo movimiento, la misma ‘contra’, ante los mismos rostros.

Ciertamente, el vocero de propaganda es enternecedor. Despierta la caridad al verlo ahí, aparentemente airado siempre por lo mismo, tratando de captar más sujetos susceptibles de ser adoctrinados, levantando la voz, destrozando las teclas del portátil, partiendo las plumas en su feroz denuncia de fantasmagóricos males producidos siempre por el odioso enemigo número uno de su público.

¿No les enternece a ustedes una vida entregada a la publicidad del odio? A mí sí, porque he visto de cerca la esclavitud del predicador que cree ser libre y sólo es un esclavo más del engranaje corporativo de quien paga, “de los de arriba” que, seguramente, tienen negocios en ambas aceras para pescar clientela a diestra y siniestra. Así que yo no puedo sino turbarme y llorar ante la pena del esclavo de sí mismo que busca espejos que repliquen exactamente sus ‘propias ideas’, por llamar de alguna manera a la fea costumbre de no querer ni poder ayudar a pensar, o a descubrir con profundidad la caleidoscópica realidad del mundo.

El pobre predicador se desgasta buscándose a sí mismo en otro igual, en otro parroquiano, en otro socio, en otro Narciso embelesado ante su ondulante imagen acuosa y aburrida porque le pagan por ello –a veces fortunas-, pero qué triste destino el de quien debe inventar cada día una excusa distinta para ponerse en contra de quien sea para malvivir amargado en una especie de pabellón vacío como el que describe Lezama Lima,  en el que no se puede hacer otra cosa que estar tumbado, rascando y rascando una pared:

“…Voy con el tornillo.

Voy con el tornillo

preguntando en la pared,

un sonido sin color,

un color tapado con un manto.

Pero vacilo y momentáneamente

ciego, apenas puedo sentirme (…)

¿la aridez en el vacío

es el primer y último camino?

Me duermo, (…) evaporo al otro que sigue caminando”.

Compadézcanse conmigo por la aburrida relación entre adoctrinador y adoctrinado, ya que en esa extraña pareja nunca habrá preguntas, dudas, laudos ni asombro alguno ante la grandeza que se pierden por vivir de espaldas, a oscuras, en soliloquios dónde se dan la razón mutuamente; batallando,’ yendo a la contra’ como disidentes de la belleza y la variedad de colores y sabores que censuran por dinero, rigorismo o poder. Y porque, precisamente, en la variedad está el buen gusto, y en el hombre libre está la capacidad del “juzgadlo todo y quedaos con lo bueno”, del liberto san Pablo, no hay nada más humano que aprender a discernir entre un adoctrinador sin escrúpulos y un maestro que no tiene miedo a la libertad de sus alumnos y, por tanto, no los reprime ni los trata como borregos, sino como hombres capacitados para disfrutar de esta breve estancia en el lado carnal de la eternidad; el lado inmenso al que es llamado el hombre libre de Baudelaire:

“¡Hombre libre, tú siempre has de querer el mar!

El mar es el espejo donde tu ser se mira,

en la onda que hacia lo infinito se estira

y de ese amargo abismo tu alma está a la par”.

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