Stefan Zweig fue un autor de éxito en el período de entreguerras. Sus novelas, relatos cortos y biografías pasaron muy pronto a la gran pantalla, y su trágica muerte en la ciudad brasileña de Petrópolis, el 22 de febrero de 1942, dio la vuelta al mundo. Había puesto fin a su vida con una sobredosis de barbitúricos, y le acompañó en su muerte su segunda esposa, Lotte Altmann. Un acto de desesperación del que ahora se cumplen ochenta años, una efeméride para recordar a un escritor que algunos críticos redujeron a la condición de autor de best sellers porque no cultivaba ese tipo de narración, introspectiva y experimental, que se impuso en la literatura durante una gran parte del siglo XX.
Pero Zweig “resucitó”, sobre todo, tras la caída del muro de Berlín, cuando se puso de relieve que la Europa del este, un concepto geopolítico, era, en realidad, la vieja Europa central que la política de bloques se había empeñado en borrar. Durante la guerra fría, por ejemplo, pocos recordaban que Praga está más cerca geográficamente de Europa occidental que la propia Viena. El mundo centroeuropeo, su historia y su cultura, podía ser recreado de nuevo con la relectura de la obra de Stefan Zweig, aunque esta no supone, como en otros casos, ninguna nostalgia del Imperio austrohúngaro. En todo caso, la nostalgia sería la de la Viena anterior a 1914, una de las capitales culturales de Europa y del mundo, en la que, según Zweig, la burguesía, al hojear las páginas del periódico en el desayuno, prestaba más atención a la sección de cultura y espectáculos que a las secciones de política interior o exterior.
Hoy además se recuerda a Zweig por su europeísmo, su cosmopolitismo o su defensa de la libertad, algo que es cuestionado por los populismos de uno u otro signo que han irrumpido en la vida política en estas primeras décadas del siglo XXI. Pero también se lo podría recordar como un ejemplo de hombre desarraigado y errante por su origen judío, si bien no practicaba su religión. Zweig apátrida y ciudadano del mundo. No resulta una lectura recomendable para los que han reducido la política y la sociedad a una galaxia de identidades, tan infinitas como el número de las estrellas.
El escritor, de nacionalidad austriaca y poco recordado en su propio país, estaba llamado a ser un eterno descontento, un continuo disidente, no encasillable en categorías al uso. Ejercía el heroísmo de la razón, por emplear la expresión de Edmund Husserl, en la época en la que los totalitarismos manipulaban las emociones de uno a otro lado del continente europeo. Pero ni la razón, ni lo razonable, es capaz de hacer entrar en razón a quien quiere perderla, o arrinconarla, deliberadamente para sustituirla por un concepto del mundo plano y liso, sin matices, porque así se puede entender mejor la “realidad”, o al menos sentirse más cómodo en ella. Ni la duda, ni los análisis ponderados eran monedas de cambio en la Europa de Zweig. Tampoco parecen serlo en la nuestra.
Iván Turgueniev recordó una vez el dicho ruso de que “el alma humana son tinieblas”. Esto serviría para cuestionar muchas autobiografías y memorias, si bien en el caso de Stefan Zweig, y en particular su libro El mundo de ayer, escrito poco antes de su muerte, tenemos la fundada impresión de que habla con sinceridad. En las últimas páginas asume la condición de refugiado, con escasos lugares seguros como Inglaterra, Estados Unidos y otros países del continente americano como Brasil, donde terminará sus días.
Nuestro mundo, más incluso que el de este autor, es un mundo de refugiados, que huyen de su tierra por las más dispares causas. Son tantos que sus destinos no nos impresionan demasiado. Son noticias entrelazadas en los telediarios, y que rara vez ocupan los titulares. Pese a todo, muchos inmigrantes suelen idealizar los países a los que se dirigen. Esos territorios se convierten en símbolos de libertad y bienestar, aunque existan indicios sobrados de que las cosas no son tan sencillas. Del mismo, Stefan Zweig veía la Inglaterra de 1938 como una tierra de esperanza. Era un anglófilo que había visitado ese país en su juventud, y escrito inspiradas páginas sobre Hyde Park y Oxford. Admiraba la Inglaterra isabelina, sus poetas y sus dramaturgos, además de las novelas de Dickens, capaz de convertir en poesía las vicisitudes de la burguesía industrial y comercial, en apariencia sin alma.
Sin embargo, en el otoño de 1938, cuando vientos de guerra soplan sobre Europa por la crisis de los Sudetes, los recuerdos personales y literarios de Zweig se eclipsan ante la necesidad perentoria de conseguir un pasaporte, un ancla para la estabilidad en Inglaterra, para dejar de ser un extranjero con los movimientos restringidos. Lo obtendría en 1940, pero no le satisfizo. Ya no se sentía seguro en Europa, aunque no habían empezado aún los bombardeos alemanes sobre el territorio británico. Su meta, como lo de tantos refugiados de la época, tenía que ser Estados Unidos. Con todo, en 1938 Stefan Zweig quiso autoconvencerse de que la paz en Europa era posible. El primer ministro Neville Chamberlain había acudido a Múnich para negociar con Hitler y aunque no consiguió salvar los Sudetes para Checoslovaquia, regresó triunfante con un pedazo de papel firmado por él y por Hitler en el que se establecía, sin ningún tipo de garantía, un estado de paz entre Gran Bretaña y Alemania. Zweig, al igual que muchos británicos, quiso creerlo con todas sus fuerzas. La historia se repite a lo largo del tiempo y básicamente consiste en que, si se cede a las apetencias de los tiranos, con toda su retórica de historicismo y defensa de causas justas, no será necesaria la violencia. Quizás el escritor no leyera mucho la Biblia, pero conocía sin duda estas palabras de Isaías: “La paz es obra de la justicia” (32, 17). En esto consiste la miseria del historicismo: en su falta de escrúpulos, hoy y entonces, para atentar contra la integridad territorial de cualquier estado soberano.
Estados Unidos no será la tierra prometida para Stefan Zweig. La vena aislacionista norteamericana miraba con desconfianza a los refugiados europeos. Nueva York no fue un lugar de acogida, y esto explica que el escritor y su esposa pensaran en Brasil, país del que Zweig guardaba un buen recuerdo a partir de un viaje en 1936. Tenía de Brasil una imagen romántica y vitalista, asociada a su bella naturaleza. Lo plasmaría en su libro Brasil, país de futuro (1941). Instalado en Petrópolis, no muy lejos de Río de Janeiro, continuaba con sus proyectos literarios, entre ellos un amplio estudio sobre la vida y la obra de Balzac, aunque llegó un momento en que Zweig se derrumbó por completo. Hay quien asegura que fue la caída de Singapur en manos japonesas (15 de febrero de 1942) lo que precipitó la muerte del escritor y de su esposa. ¿Pensó en que un Japón conquistador de Asia y una Alemania dominadora de casi toda la Europa continental unirían sus fuerzas hasta llegar al continente americano? Cualquier conocedor de la historia, y Zweig ciertamente lo era, podría alegar que no era tan sencillo. La cantidad de recursos humanos y materiales a emplear, si se diera esa hipótesis, al tiempo que se seguía combatiendo en otros frentes, no permitía dar por sentado que eso llegara a ocurrir Es más probable que Stefan Zweig muriera porque se había cansado de luchar, de ir de un país a otro sin sentirse seguro, de estar consumido por una nostalgia melancólica de la Viena de sus primeros años, de París a la que calificó de “ciudad de la eterna juventud” y, en general, de una Europa que había sido sacrificada por los regímenes totalitarios, unos modelos políticos más nocivos que cualquier autocracia, pues exigían de sus ciudadanos la entrega del cuerpo y del espíritu.
Stefan Zweig fue uno de los últimos representantes de la Europa de la Ilustración, una anomalía en el siglo XX y quizás en el XXI. Muchos no le escucharon en su momento porque se habían apartado de la razón, pero apartarse de ella equivale a apartarse de la libertad. Muchas posturas e ideologías emotivistas e irracionalistas afirman, sin embargo, que están defendiendo la libertad. Sin embargo, la verdadera libertad, y por supuesto la democracia, solo se reconoce en el modo en que tratamos a los seres humanos.