El secreto de la cocina mexicana reside en lo que llaman los sazones, que se sustancias en fórmulas, algunas antiquísimas, que pasan de una generación a otra, en herencias que forman parte del patrimonio familiar. Por eso, cuando uno busca una cocina mexicana tradicional, lo primero que debe preguntar es quién está detrás. El Bajío nació en México, y tiene una larga historia detrás, la de Carmen Ramírez Degollado, conocida en Xalapa como «Titita». Xalapa, en el estado de Veracruz, es un lugar que tiene aromas de café, de especias, de maíz y color de tierra volcánica. En 1972, inauguró su primer restaurante: El Bajío en Cuitláhuac. Fue una empresa familiar, un sueño en el que involucró a cada uno de sus cinco hijos, principalmente a Mari Carmen, Luz María y María Teresa, a quienes transmitió su pasión por la cocina de México.
Medio siglo después, «Titita» es una chef reconocida en el mundo, embajadora del sazón mexicano, y promotora de costumbres relacionadas con la gastronomía. La clave de su éxito siguen siendo las mujeres, las «mayoras», que dominan las complejas fórmulas del mole, la salsa negra del piloncillo, y el secreto de las tortitas. El Bajío acaba de llegar a Madrid, primera sucursal de la marca en Europa, y merecía una visita.
El Bajío se ha instalado en el número 10 de la calle de El Españoleto, y en un local amplio que en su parte superior tiene la estructura de un patio o plaza mexicana y en el piso inferior tres salones decorados con soles entre paredes de ladrillo de galleta. Dos barras, una arriba y otra abajo, ya advierten que las horas entre la comida y la cena se pueden pasar entre margaritas, micheladas o tequilas. La sala está muy bien atendida por profesionales con experiencia, que uno recuerda haber visto y pareciado en otros restaurantes. La primera división que conviene hacer cuando se trata de comer fuera es entre aquellos lugares donde te atienden bien y el resto. En este baremo, El Bajió se encuentra en zona de excelencia, con Yolanda como capitana, y un estilo de cordialidad bien medida y rápida eficacia.
La carta tiene apuntes de toda la cocina mexicana, compleja y siempre inabarcable. En términos gastronómicos México es un continente de una extraordinaria diversidad, con algunos, muy pocos, elementos comunes entre un estado y otro. Es además una cocina antiquísima que ha ido incorporando aportaciones hasta convertirse en la expresión del mestizaje, que es la gran aportación de México a la humanidad. Entre los platos con los que El Bajío se presenta en Madrid hay ceviches y aguachiles, tacos, sopes y moles. Lo primero que ponen en la mesa es un guacamole tradicional y un chicharrón de panceta suculento y delicioso. Para seguir con uinos panuchos yucatecos, que consisten en una carne de cerdo cocida con achiote y jugo de naranja. El achiote, esa planta precolombina que era considerada sagrada, le da a la carne ese color rojo intenso. La naranja acentúa el dulzor de la carne, melosa y cítrica.
Hay entre los platos una verdadera declinación de la casquería y los productos de la carne que hoy se consideran marginales: manitas de cerdo en escabeche, tacos de rabo de toro, lengua a la veracruzana. Pero también tacos de langostino y huarache de solomillo, o cordero en salsa de barbacoa. Entre los pescados, el rape a la veracruzana o la Lubiana a la talla, que llegó a la mesa con chile guajillo y especias, con la carne del pez jugosa, como empapada de esencia marina y del chile. El guajillo es un pimiento que se utiliza seco, que aporta un sabor exquisito a los guisos. En El Bajío pueden entrar con confianza aquellos que rechazan el picante, y con seguridad los que lo adoran. En la sala sabrán graduar su tolerancia al masoquismo de los chiles.
En los postres brilló un pastel de elote, que convierte en un dulce bizcocho el maíz tierno. Uno se resistió a la entrada del dulce por estos días de enero, tan empalagosos, pero probada la primera esquina del compuesto, lo demás fue ir mordiendo hasta terminar un pastel muy interesante: la textura y la forma de los granos de maíz se sienten en la boca, y tienes la sensación de estar tomando una mazorca de tierra indígena convertida en un pastel de fiesta tradicional.